lunes, 19 de marzo de 2018

¡FIESTA DE SAN JOSÉ, PATRONO DE LA IGLESIA UNIVERSAL!


ESPOSO DE MARÍA y PADRE VIRGINAL DE JESÚS.

FIESTA: 19 de marzo

San José es llamado el “Santo del silencio” porque no se conocen palabras expresadas por él; solo se sabe de sus actos de amor y de protección hacia la familia.

San José es cabeza de la Sagrada Familia. El hombre en quien Dios confió sus más valiosos tesoros. Esposo de María Santísima, padre virginal de Jesús. No hay en el cielo santo más grande después de su esposa, María.

En la historia de la espiritualidad franciscana, la figura de San José ha sido siempre sacada a la luz, por el importante rol de padre terrenal de Jesús. Esto ha hallado un espacio especial bajo el generalato de San Bonaventura de Bagnoregio  (siglo XIII) y con el movimiento de la Observancia de San Bernardino de Siena (XV).

El Papa Pío IX nombró a San José, en 1847, Patrono de la Iglesia universal. Si la fiesta, 19 de marzo, cae en Semana Santa, se anticipa al primer sábado anterior a ella. Esta festividad, que ya existía en numerosos lugares, se fijó en esta fecha durante el siglo XV y luego se extendió a toda la Iglesia como fiesta de precepto en 1621.

La paternidad de San José alcanza no sólo a Jesús sino a la misma Iglesia, que continúa en la tierra la misión salvadora de Cristo. El Papa Juan XXIII incorporó su nombre al Canon Romano, para que todos los cristianos -en el momento en que Cristo se hace presente en el altar- veneremos su memoria.
  

domingo, 18 de marzo de 2018

QUINTO DOMINGO DE CUARESMA

Esta vez, los que desean encontrarse con el Señor son de origen griego. Son paganos que quieren convertirse. Curiosamente, al pasar por el templo, en vez de entrar, estos van hacia Jesús, pero él no se dirige a ellos sino a sus discípulos, y les dice: “ha llegado la hora de ser glorificado”. Ahora, la responsabilidad de recibir a estos convertidos no es de Jesús, sino de la propia comunidad, que debe abrir horizontes para llevar la experiencia de vida con Jesús a todos, sin distinción. La “Hora” es el tiempo de la glorificación de Jesús y del Padre al mismo tiempo. Esa gloria manifiesta el amor de Dios, que se concreta en la entrega de la vida de su Hijo,
Jesús: “el grano de trigo que cae en la tierra y muere para producir fruto”. La muerte es la condición para que el grano libere la capacidad de vida que tiene; si no muere, no producirá fruto. Sin duda, cada vez que mencionamos el tema de la muerte, nos atemorizamos. Quizá porque la propia vida se frustra ante ella, y nos falta ese paso cualitativo hacia el verdadero amor, sobre todo cuando ese amor nos invita siempre a ser más humildes y misericordiosos. Jesús no tiene miedo de morir, aunque sienta fuertemente la carga psicológica que eso implica, y nos señala: “el que ama su vida, la pierde; y quien desprecia su vida..., la conserva para la Vida eterna”. Al morir, Jesús no desaparece entre nosotros, sino que se transforma en el centro de una gran comunidad. La vida terrena, para él, no es el sumo bien que debe ser salvado a cualquier precio para permanecer apegados a ella. Al contrario, lo que vale para Jesús también ha de ser valorado por todo creyente, pues todo aquel que permanece fiel a él, por medio del amor, aprecia la vida en su justa medida, sin sobrevalorarla, y la muerte, sin menospreciarla.
P. Fredy Peña T., ssp

domingo, 11 de marzo de 2018

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA

Nicodemo se muestra como una figura del mundo creyente que no sabe cómo ser fiel al proyecto de Dios.
De manera semejante, actualmente, hay quienes creen en Jesús y tampoco saben de qué forma nacer a una vida nueva. Jesús va más allá, y es capaz de demostrar que puede vencer los límites propios de la condición humana, como la muerte. Sus contemporáneos se preguntan acerca del final de la vida y quieren asegurársela sin pasar por la muerte.
Dios no quiere que las personas se pierdan. El querer de Dios estriba en que todos se salven y venzan el mal con el poder del amor. Él desea crear canales que comuniquen vida en plenitud. La mentalidad judía de aquel tiempo decía que el Juicio se haría al final de los tiempos, cuando los vivos y los muertos debieran presentarse ante el tribunal de Dios. No obstante, para muchos, el juicio de Dios se fragua “ya”, aquí y ahora, en la identificación de las personas y de la sociedad como un todo. Pero Jesús no juzga ni condena, simplemente suscita “ese” juicio. Las personas son quienes se juzgan a sí mismas al confrontarse con el testimonio de Jesús, y optan por una vida con o sin él.
Cuando optamos por el mal y no seguimos los criterios de Dios, para buscar los intereses propios, entonces terminamos por encontrarnos con nuestro egoísmo y nos cerramos a la revelación luminosa del amor de Dios. En cambio, quien procura siempre vincularse con Jesús, está abierto a la luz de su amor. Por eso Dios considera necesario librarnos de todo mal al creer en su Hijo, Jesús, pues hemos nacido para disfrutar la vida con él, que nos conduce a la paz y la felicidad.
P. Fredy Peña T., ssp


sábado, 3 de marzo de 2018

TERCER DOMINGO DE CUARESMA


En el Evangelio del tercer Domingo de Cuaresma, San Juan relata que Jesús, al encontrar en el templo de Jerusalén a vendedores y cambistas, hizo un azote de cordeles y los arrojó con palabras encendidas: «¡Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la Casa de mi Padre!» (Jn 2, 16).

La actitud «severa» del Señor parecería estar en contraste con la mansedumbre habitual con la que se acerca a los pecadores, cura a los enfermos, acoge a los pequeños y a los débiles. Sin embargo, observando con atención, la mansedumbre y la severidad son expresiones del mismo amor, que sabe ser, según la necesidad, tierno y exigente. El amor auténtico va acompañado siempre por la verdad.

Ciertamente, el celo y el amor de Jesús a la Casa del Padre no se limitan a un templo de piedra. El mundo entero pertenece a Dios, y no se ha de profanar. Con el gesto profético que nos refiere el texto evangélico de hoy, Cristo nos pone en guardia contra la tentación de «comerciar» incluso con la religión, supeditándola a intereses mundanos o, de cualquier modo, ajenos a ella.

La página evangélica también tiene un significado más específico, que remite al misterio de Cristo y anuncia la alegría de la Pascua. Respondiendo a quienes le pedían que confirmara con un «signo» su profecía, Jesús lanza una especie de desafío: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). El mismo evangelista advierte que hablaba de su cuerpo, aludiendo a su futura resurrección. Así, la humanidad de Cristo se presenta como el verdadero «templo», la Casa viva de Dios. Será «destruida» en el Gólgota, pero inmediatamente volverá a ser «reconstruida» en la gloria, para transformarse en morada espiritual de cuantos acogen el mensaje evangélico y se dejan plasmar por el Espíritu de Dios.

Que la Virgen nos ayude a acoger las palabras de su Hijo divino. La misión de María consiste, precisamente, en llevarnos a Él, repitiéndonos la invitación que hizo a los sirvientes en Caná: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5). Escuchemos su voz materna. María sabe bien que las exigencias del Evangelio, incluso cuando son pesadas y duras, constituyen el secreto de la verdadera libertad y de nuestra felicidad auténtica.