viernes, 15 de julio de 2016

CARTA DEL MINISTRO GENERAL POR LA FIESTA DE SANTA CLARA DE ASÍS 2016

Queridas hermanas,
¡El Señor les dé su paz!

Cada año, al acercarse el mes de agosto me pregunto qué quiere nuestro Padre san Francisco que yo les diga a ustedes, a quienes gustaba llamar “Damas Pobres”. Él nunca se afanaba mucho por predicarles a ustedes, como bien lo saben, porque confiaba en el compromiso de ustedes para con el Evangelio y en las dotes de guía de santa Clara. Esta confianza sigue viva y yo les escribo simplemente tratando de compartir lo que tengo en mi corazón y en mi mente. También yo les escribo como hermano diligente que valora el compromiso de ustedes, que confía en la capacidad de guía creativa y confiable de santa Clara y que quiere unirse a ustedes para honrar a esta gran mujer. Quisiera empezar con la carta que el Santo Padre Francisco, nuestro Papa jesuita-franciscano, ha escrito para la apertura del Jubileo extraordinario de la Misericordia. En esta carta nos recuerda la continua llamada a la conversión que nos hace el Padre de las Misericordias. Esta resuena para nosotros en la descripción que santa Clara nos ha dejado de su vocación según el ejemplo y las enseñanzas de nuestro Seráfico Padre san Francisco (RegCl 6,1). Ella fue tan fiel a su vocación que incluso en el lecho de muerte pudo decir a fray Reinaldo: “¡Desde cuando conocí la gracia de mi Señor Jesucristo ninguna pena me ha sido molesta, ninguna penitencia gravosa, ninguna enfermedad me ha sido dura, querido hermano!” (LegCl 44); aun hoy la fuente dinámica de nuestra vida como seguidores de Francisco y Clara es la conciencia de la gracia y de la misericordia de Dios.
Este Año de la Misericordia tiene otra resonancia especial para nosotros, porque coincide con el VIII centenario del Perdón de Asís, que el padre san Francisco obtuvo del papa Honorio III en 1216. Él lo pidió porque la Virgen María se lo había sugerido – no por otra razón – sino porque compartía el inmenso deseo de Dios de reunir a todos consigo en el gozo de la gloria. El deseo de compartir la misericordia de Dios está todavía vivo en el corazón de la Iglesia como este Año jubilar nos lo demuestra. Y no ha cambiado nada de nuestro compromiso tendiente a realizar el deseo de Francisco, que todos vayan al paraíso. El Papa Francisco nos pide que seamos misioneros de la misericordia profundizando nuestra vocación y poniendo al servicio de todos los dones recibidos del Padre de las Misericordias.

“No será inútil en este contexto remitirnos a la relación entre justicia y misericordia. No son dos aspectos contrastantes entre sí, sino dos dimensiones de una única realidad que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su ápice en la plenitud del amor. [...] Hay que recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida esencialmente como un abandonarse confiados a la voluntad de Dios”(MV 20).

Francisco comprendió enteramente esta concepción de la justicia como entrega de sí, y en la Regla no bulada afirma precisamente que “la limosna es la herencia y el justo derecho debido a los pobres” (Rnb IX, 8). Clara también comprendió esto y en su búsqueda de la justicia no solo dio su herencia (y una parte de la de su hermana) a los pobres, sino que también dio pasos radicales para seguir a Cristo yendo a vivir en San Damián y compartiendo la pobreza, la vulnerabilidad y la debilidad de los pobres. Si estuviera viva todavía, estamos seguros, sería bien consciente de la situación del mundo y estaría escuchando valientemente la palabra de parte del Señor.

Queridas hermanas, ¿cómo vivimos hoy la justicia de esta entrega de sí a la voluntad de Dios en mundo en donde los costos del poder y de la riqueza son soportados sobre todo por los pobres? ¿Qué les diría Clara a ustedes, sus amadas hijas, a las cuales confió el carisma de la vida evangélica en fraternidad y sin nada propio? ¿Cómo las guiaría por el camino de una vida de minoridad cada vez más radical, vista la realidad de nuestros tiempos? ¿Cómo nos guiaría a todos nosotros a aquel lugar del corazón humano y del mundo donde yace oculto el tesoro (3CtaCl 7)? Nuestro mundo está atravesando una profunda crisis, tanto espiritual como material. Los cristianos todavía son perseguidos en muchos países, el extremismo, el fanatismo, están en abierta actividad, millones de personas se ven obligadas a huir a causa de la guerra, del terrorismo y de la opresión. La necesidad de contemplación es más urgente que nunca; y he ahí por qué Clara sigue diciéndonos: “Medita y contempla y esfuérzate en imitarlo” (2CtaCl 20). Sin la gracia de la contemplación que alimente a nuestro mundo, sería fácil caer en la desesperación dado que los problemas son realmente enormes y por encima de nuestro alcance.
Pero hay otro dolor. Nuestro bellísimo planeta está sufriendo desmedidamente. En los últimos cincuenta años se han extinguido gran número de especies, otras se han reducido en número a causa de la pérdida de su hábitat. Nuestro clima ha perdido su tradicional equilibrio y esto causa inundaciones o sequías, mientras globalmente se registra una falta de agua, realidad esencial para todas las formas de vida del planeta. Todos estos factores tienen efectos intensos sobre las plantas, las aves, los insectos, los animales, al igual que sobre los seres humanos. La necesidad de tener misericordia para con “nuestra Hermana la Madre Tierra” nunca ha sido tan urgente. Hace poco más de un año el papa Francisco escribió al mundo la encíclica Laudato si’, subrayando y enfatizando el hecho de que también nuestra madre tierra debe ser considerada entre los pobres a quienes se debe justicia. Afirma:

“Esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, esta nuestra oprimida y devastada tierra, que “gime y sufre dolores de parto” (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos somos tierra” (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento y su agua nos vivifica y restaura” (LS 2).
Frente a este escenario el papa Francisco nos muestra que “la crisis ecológica es un llamado a una profunda conversión interior” (LS 217) y nos muestra el camino sencillo a través del cual responder a ambas crisis:

“¡Este es el momento favorable para cambiar la vida! [...] Basta solo acoger la invitación a la conversión y someterse a la justicia, mientras la Iglesia ofrece la misericordia” (MV 19).
Como modelo de conversión nos ha presentado a la Santa amada por todos los franciscanos, Santa María Magdalena, elevando a fiesta la celebración de su recuerdo. Sabemos que en muchas de las Fraternidades franciscanas de los orígenes había una capilla dedicada a María Magdalena, por cuanto la reconocían como el paradigma de la conversión, un verdadero espejo, el espejo de una persona que se ha entregado totalmente en el amor, como el mismo Señor lo atestigua.

Se nos ha dicho que la Magdalena, al recibir misericordia, ha amado mucho. Ella tuvo “el honor de ser la “primera testigo” de la resurrección del Señor”, y vino a ser “apostolorum apostola” (apóstol de los apóstoles), porque anuncia a los apóstoles lo que a su vez ellos anunciarán a todo el mundo”. Por eso se la puede considerar realmente como primera testigo de la Misericordia divina. Mujer de corazón grande, a veces incluso imprudente, “mostró un gran amor a Cristo y fue por Cristo tan amada” (cf. Apostolorum apostola – Artículo de S. E. Mons. Arthur Roche, Secretario de la Congregación del Culto divino). La misericordia que ella recibió produjo fruto cuando ella dio testimonio de la resurrección y vino a ser apóstol de los apóstoles.

“Por lo demás, el amor no podía ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se realizan en el actuar de cada día” (MV 9).
Podríamos decir que María Magdalena acompañó a Clara la noche del Domingo de Ramos en que ella decidió unirse a los hermanos. Ya habían recitado los Maitines del lunes de la Semana Santa, leyendo el pasaje relativo a María de Betania que unge los pies de Jesús y se los seca con sus cabellos – anunciando así, como dice Jesús, la unción para la sepultura (cf. Jn 12,1-8). Hay que decir que María de Betania, en esa época era identificada a menudo con la Magdalena, aunque no era la misma. Con las candelas de esa liturgia todavía encendidas, los frailes cortan los cabellos de Clara y la consagran al Señor. Parafraseando la Carta a los Hebreos, en cierto sentido Clara “sale – de casa – para unirse a él fuera del campamento y compartir su oprobio” (cf. Hb 13,13; LegCl 7). “Mira que Él por ti se hizo objeto de desprecio: sigue su ejemplo haciéndote despreciable en este mundo por amor suyo” (2CtaCl 19), dice Clara a Inés de Praga algunos años más tarde. Desde el comienzo la vocación de Clara estuvo marcada por el amor hacia aquel “cuya belleza es la admiración incansable de los bienaventurados ejércitos celestiales. El amor de él hace felices, su contemplación restaura, su benignidad da plenitud. La suavidad de él inunda toda el alma, su recuerdo brilla en la memoria. A su perfume los muertos resucitan” (4CtaCl 10-13).

La influencia de María Magdalena se nota en el bellísimo crucifijo que hay en la basílica dedicada a santa Clara, encargado por sor Benedicta, la abadesa sucesora de Clara. Allí Clara, Benedicta y Francisco lloran a los pies de Jesús, como la mujer que le lavó con sus lágrimas los pies y ayudó a prepararlo para la sepultura. Clara y la Iglesia nos miran a nosotros para que nos entreguemos al servicio del Señor, fieles hasta el final y capaces de anunciar la verdad de la resurrección. Clara las invita a dejarse colmar “de valor en el santo servicio que han comenzado por el ardiente deseo del Crucificado pobre” (1CtaCl 13) y a ser “modelo, ejemplo y espejo” (Test 19).

En nuestro mundo bajo presión, donde hasta la madre tierra sufre, ¿cómo podemos nosotros, Hermanos Menores y Hermanas Pobres, vivir los valores del Evangelio en un contexto donde una persona de cada ciento trece es un refugiado, y donde “«los desiertos exteriores se multiplican en el mundo porque los desiertos interiores se han vuelto tan extensos»” (LS 217)? Este es el serio desafío para nosotros hoy. La humanidad que sufre, nuestro planeta que combate y toda la familia franciscana están pidiendo a las hijas de Santa Clara que nos ayuden a abrir nuestro corazón para podernos someter a la justicia en este tiempo de misericordia. “Es el momento de escuchar el llanto de las personas inocentes despojadas de sus bienes, de su dignidad, de sus afectos, de su vida misma” (MV 19). Necesitamos un corazón compasivo y contemplativo del movimiento franciscano que nos ayude a escuchar el grito de los pobres y el de la madre tierra. María Magdalena encontró al Señor Resucitado en un huerto. Francisco, verdadero amante del Señor, escribió el Cántico de las criaturas en un huerto. Muchos de nosotros tenemos un huerto, grande o pequeño, y como hermano les pido cálidamente que continúen en el compromiso de trabajar por la creación, a fin de que todo ser viviente que tiene una casa sobre la tierra por ustedes compartida sea acogido con respeto como hermano y hermana, aunque de inmediato me doy cuenta de que ¡el trabajo para los jardineros se ha vuelto cada vez más difícil!

La creación no está a nuestra disposición sino que existe para la gloria de Dios y nosotros los seres humanos no somos sino sus cuidadores. Ayúdennos a no ser como el de la parábola a quien se le perdonó mucho pero que no tuvo misericordia alguna para con el otro. Necesitamos que ustedes sigan mostrándonos cómo vive el que ama realmente al Señor, dándonos un ejemplo de respeto para con la madre tierra, frente a tantas acciones que la explotan y la hieren por lucro o conveniencia. Todos estamos llamados a cambiar, y hablo en nombre de todos los franciscanos cuando digo que nosotros las miramos a ustedes, Hermanas Pobres, y les pedimos que nos ayuden. Clara no tuvo miedo de “ninguna pobreza, fatiga, tribulación, humillación y desprecio del mundo” (RegCl 6,2), cosas todas que, hoy en cambio el mundo teme grandemente. Las palabras dichas a propósito de María Magdalena, se aplican realmente a Clara: pertenecía al grupo de los seguidores de Jesús, lo acompañó hasta los pies de la cruz, y en el huerto donde la encontró junto a la tumba, fue la primera testigo de la misericordia divina (cf. Apostolorum apostola – Artículo de S.E.Mons. Arthur Roche, Secretario de la Congregación para el Culto divino).

Nosotros las miramos a ustedes que nos atestiguan “desde el horno del corazón ardiente como llameantes centellas de palabras” (cf. LegCl 45).

En el nombre de todos los Hermanos, les deseo toda clase de bendiciones y gracias y comparto el sabio deseo del Papa Francisco dirigido a nuestras Hermanas del Protomonasterio:
“El Señor les conceda una gran humanidad para ser personas que saben captar los problemas humanos, que saben cómo perdonar, que saben cómo pedir al Señor en nombre de la gente”.

Les auguro un gran gozo para la celebración de la fiesta de la santa Madre Clara. Como todos los hermanos, las llevo en mi oración y les pido que nos tengan a mí y a toda la Orden en la de ustedes.

Fr. Michael Anthony Perry, ofm
Ministro general y siervo

Roma, 15 de julio de 2016
Fiesta de san Buenaventura,
Doctor de la Iglesia

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